En la escuela
nacional número 132 de Los Tolozas, Santiago del Estero, estudiaban 142 chicos;
allí vivió y educó una MAESTRA. Esta es su historia:
“Su nombre es Olma
del Valle San Miguel. Tiene treinta años. Es maestra de escuela. Está casada
con Domingo Tadeo Santillán, maestro también. Ejerce su módica ciencia cada
día, ante ciento cuarenta y dos chicos, en la escuela nacional número 132 de
Los Tolozas: un ignoto paraje entre el río Dulce y el bañado Tío Alto, donde
cangrejos rosados mueren de panza al sol.
La escuela es un
cuadrado de barro, una campana rota, un nudoso mástil -providencial rama de
árbol-, un fatigado pizarrón, y bancos improvisados: tablones rústicos y
desiguales en precario equilibrio sobre restos de ladrillos. Al caer la tarde,
la bandera, arriada, se guarda en una caja de zapatos.
Pero Olma no es sólo
una maestra. Vive, con su marido, en la misma entraña de la escuela. Es
maestra, pero también directora, médica, enfermera, jueza, cocinera,
psicoanalista, recaudadora de fondos, desfacedora de entuertos, traductora de
quechua -todavía se habla allí- botera si es preciso, madre de Elizabeth -diez
meses-, oradora, jefa de relaciones públicas y mujer de a caballo. Sus ojos
negros saben intuir el camino más seguro en la noche, la barrosa orilla del
río, la serpiente, el escuerzo. Gana poco. Su marido, suplente, menos. Y la
plata llega tarde; en ocasiones, cada tres meses.
Los Tolozas -a
doscientos kilómetros de Santiago del Estero capital-, es todo y nada. La
inundación castiga la mitad del año. No hay luz eléctrica. No hay teléfono. No
hay telégrafo. No hay médico. No hay dentista. No hay correo. No hay remedios.
No hay autos. El pueblo más cercano es Villa Atamisqui: meta esquiva; para
alcanzarla hay que cruzar arroyos y pantanos.
Olma se levanta
antes del alba. Prende el farol y el fuego. Sale al monte. Tira la soga al
fondo del aljibe. El balde vuelve hinchado de agua helada. Ahueca las manos y
se lava la cara. Desayuna: una taza de café con leche y un poco de pan con
dulce. El fuego calienta una gran olla negra. Corta pan. Los chicos, sus
alumnos, caminan diez y hasta veinte kilómetros para llegar; como siempre, sin
guardapolvos: demasiado caros… Un tazón de mate cocido y una rebanada de pan
son maná para esas piernas flacas y cansadas.
Mientras, una vecina
hace complicadas matemáticas y oscuras alquimias para que los fideos (muchos) y
la carne (poca) lleguen a cada panza. Por hoy; mañana se verá; mañana será otro
día. Pero peor, porque a Olma, hoy, se le acabó la plata. La única, y de su propio
y magro bolsillo. No puede pedir ayuda a los pobladores. Son pobres. Siembran
para comer y venden un poco de lana para vivir.
A las ocho y media
empieza la clase. Mi mamá me ama, Susana ama a su oso, No fumes, Fidel, es muy
feo fumar. Abecedario. Vocabulario. Sumar, restar. En el pizarrón, el mapa del
país. No, Los Tolozas no figura. Al mediodía el sol es una cegadora brasa.
Comida y un rato de fútbol con pelota de trapo. A las cinco de la tarde, Olma
ha llamado a reunión de padres. Esperaba sesenta o setenta, pero sólo han ido
quince, peinados y compuestos como si fuera domingo. Algo que explica un triste
guarismo: sólo el uno por ciento termina séptimo grado.
Acaso Olma lo sabía
y prefiguraba qué batalla la esperaba. Pero cuando recibió la carta con su
nombramiento metió cuatro trapos en una valija y emprendió el viaje. En Chilca
Juliana, una estación casi irreal, los hombres, silenciosos y conocedores, la
miraron extrañados. ‘¿Así que usted es la maestra de la escuelita de Los
Tolozas? Bueno, a lo mejor puede llegar. Si sabe nadar, pasa. Si no, se
queda'.
Estaba embarazada,
pero siguió adelante. A lo largo del camino fueron contándole aventuras.
Alguien había cruzado a nado la furia del Dulce, alguien se había ahogado en el
bañado. Comprendió que la cosa era a cara o cruz, pero no se detuvo. Hizo parte
de la travesía a pie. Después trepó a un sulky. Después a una zorra, a un carro
de madera sin elásticos y con ruedas de acero, a un caballo demasiado grande
para ella. Después, con más tenacidad que fuerzas, navegó en un bote indio; un
tronco cavado a golpes de hacha. El último tramo,otra vez a pie, con el agua
golpeándole en el pecho y una cadena atada a la cintura, por las dudas: en caso
de peligro, quizá alguien la rescataría gracias a esos eslabones. Mientras
avanzaba, recordó algo oído en Chilca Juliana: ‘A Mamerta, la hija de Juanita
la panadera, se la llevó el agua el año pasado. Nunca la encontraron´.
Ya cerca de la
escuela abordó la maroma, un bote cuadrado atado a un alambre de orilla a
orilla del Dulce; un artefacto que amenazaba darse vuelta segundo a segundo. Y
por fin, después de diez horas, clavó sus pies en la tierra prometida. Sólo le
faltaban tres kilómetros a pie… La escuela estaba con llave. Algunos vecinos la
esperaban. "Si no se oponen, voy a violentar la puerta. No hay llave, pero
yo tengo que dar clases". Los vecinos asintieron en silencio; unos pocos
gestos con la cabeza. Con un golpe seco quebró el candado. Tocó la campana
rota: un ruido sordo, pero inaugural y luminoso. Entró. Se paró al frente del
aula. Y al otro día, a las ocho y media de la mañana, con asistencia perfecta,
empezó su cruzada. Que parecía perdida. Pero no.”
Alfredo Serra
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