RAÍCES
"Porque tenía una rara manera de
alumbrar sin hacer ruido: tenía una luz mansa."
“Ha quedado en mi recuerdo como
uno de esos objetos sin edad.
Como si a fuerza de estar y de
alumbrar, hubiera logrado vencer el tiempo y permanecer.
Era una lámpara antigua de
bronce. Tampoco podría afirmar, al revivirla hoy en mi recuerdo, si lo que la
adornaba eran dibujos o simplemente arrugas con las que la vida y los
acontecimientos habían ido ganándole un rostro.
Tenía ese noble color del bronce,
y la capacidad de alumbrar en silencio.
Era una lámpara con pie. Cuando
se la encendía, se la colocaba siempre en el centro de la mesa familiar. De ahí
que su recuerdo lo tengo acollarado a las noches de invierno. Porque en verano
vivíamos a la intemperie, y entonces no se usaba la lámpara, sino un farol que
se colgaba de las ramas del árbol del patio.
Pero la lámpara de bronce tenía
esa rara cualidad de crear la intimidad. Objeto quedado, de entre miles de
objetos idos, la vieja lámpara de bronce parecía haber asumido en lo más íntimo
de sí su propia soledad, y quizá fuera de allí de donde sacara esa misteriosa
fuerza para crear la comunión.
Cuando entrada la noche se
encendía la lámpara, parecía que su luz quieta hiciera crecer a su alrededor el
silencio, y no sé qué misterio viejo. Mirando su llamita, los niños dilatábamos
las pupilas, y quietos de cuerpo y alma, remábamos tiempo adentro. Hacia esa
época legendaria en que grandes vapores llenos de inmigrantes avanzaban por el
mar hacia nosotros. En uno de ellos había venido a desembarcar en nuestra mesa
aquella lámpara.
Entre nosotros su luz creaba esa
misteriosa realidad de hacernos sentir con raíces, viniendo de un tiempo viejo.
Sabíamos que en otros tiempos su luz había alumbrado fiestas bulliciosas; que
en ocasiones había creado la sombra precisa para ocultar una mirada furtiva; y
que su llama había mantenido la luz necesaria para alimentar las confidencias.
En aquellos tiempos viejos, quizá
había sido en las noches de la llanura la única respuesta de luz en leguas a la
redonda, para el diálogo de nuestros abuelos con las estrellas.
No la sentíamos vieja. Porque
intuíamos que había superado el tiempo. De la misma manera no nos atrevíamos a
llamar vieja a una fruta madura. Madura de alumbrar, había terminado por asumir
la vida en sí misma. Uno sabía que esa madurez de vida era el combustible que
le permitía seguir alumbrando quieto.
Porque tenía una rara manera de
alumbrar sin hacer ruido: tenía una luz mansa.
Aparecía entre nosotros a eso de
la oración; y su presencia en la mesa familiar convertía en liturgia esos ritos
primordiales de partir en cada plato la polenta humeante y el guiso oscuro y
fuerte.
Cuando luego de unos años de
ausencia volví a mi familia, la vieja lámpara ya no estaba allí con su color
bronce y su luz mansa. Pero su ausencia seguía creando ese hueco de silencio
familiar.
El candil de la nona fue en mi
vida uno de esos objetos vivientes que me enseñaron que los humanos también
tenemos raíces.”
Mamerto Menapace (*)
“El candil de la nona” - Cuento
(*) Mamerto Menapace (n. 24 de enero
de 1942) es un monje benedictino del monasterio Santa María de Los Toldos desde
el año 1952, y escritor argentino. Nació en Malabrigo, región del Chaco
santafesino. Desde marzo de 1962 a
diciembre de 1965 realizó sus estudios de teología en Chile. En agosto de 1980
es nombrado primer abad de su comunidad de Los Toldos. En 1994 recibió el
Premio Konex - Diploma al Mérito como uno de los cinco máximos exponentes de la
Literatura Juvenil. Es escritor de cuentos, poesías, ensayos bíblicos,
narracione y, reflexiones; ha editado numerosos libros muy famosos en el
ámbito de la Iglesia católica en Argentina y también en el extranjero.
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