EL CORAZÓN DE MIS AMIGOS ES MI CASA
La amistad es vínculo de fondo. Como los peces abisales, tiene
luz propia para orientarse donde no llega otra luz.
“Pocos, claro. No pueden sino ser
pocos. La intimidad y un gran número de integrantes no parecen compatibles.
Nadie tiene muchos amigos si de veras lo que tiene son amigos. Abundar abundan
los conocidos. Los conocidos son fruto de la sociabilidad. Ella sí los
multiplica. La cortesía. El vecindario suele estar poblado de conocidos. El
trato íntimo, no. Lo privado no cede tampoco a la mera frecuentación. No se
gana intimidad por el hecho de verse asiduamente. Vecino es quien ocupa un
lugar cercano al nuestro. No en nosotros. Un amigo se inscribe en un escenario
más sustantivo que el espacial. El de la intensidad, el de los valores comunes.
Su trato es, para nosotros, riqueza excepcional, afinidad extrema. Nos
reconocemos en su modo de vivir. En sus palabras. En su manera de encarar las
cosas, sean estas las que fueren. Incluso en sus modales.
El sentido del humor es
igualmente decisivo. Pocas cosas más elocuentes, en términos de afinidad o
distancia. Lo que da risa o induce a sonreír prueba, cuando se lo comparte, que
se habita un mismo mundo.
Hay más, por supuesto. Y lo digo
en primera persona: el corazón de mis amigos es mi casa. El techo bajo el cual,
invariablemente, puedo guarecerme. Incluso de mí mismo. Aun cuando disientan
conmigo, sé que ellos están de mi parte. Su modo de discrepar me lo demuestra.
Lo que decide nuestra comunión es una correspondencia que precede y rebasa lo
argumental. Mejor representada por el modo de plantear los temas que por los
temas mismos. Disentir libremente entre amigos es una prueba más de la
intimidad lograda.
No se es cauto ni reservado con
un amigo. Sin transparencia plena no hay amistad.
Ciegos que se ayudan
Que un amigo me conozca no solo
significa que está al tanto de lo que le he contado de mí. Significa, ante
todo, que frecuenta el laberinto en que consisto. Ninguno de mis prejuicios,
ninguno de mis temores - fundados o no- , ninguna de mis pobrezas, escapan a su
discernimiento. Sabe de mí, muchas veces, más que yo. Ve en mí lo que no veo.
Lo que no alcanzo a ver. Y viceversa, por supuesto. Nos rige la reciprocidad de
los que se saben complementarios. Somos, en este punto, ciegos que se ayudan
uno al otro a atenuar la penumbra en que vivimos. Ciegos que no fundan su mutuo
afecto en la idealización. No se tiene amigos si se los idealiza. Si admiro a
los míos por sus logros, también los quiero por la forma en que se combaten a
sí mismos. Precisamente porque son lúcidos saben que esa lucidez no basta. Que
es siempre insuficiente. No lo olvidan ni me dejan olvidarlo.
Intimidad es el nombre de la
energía que circula entre nosotros. Lo entrañable que nos une. Porque así es,
resulta posible atribuir a todo lo que mis amigos me dicen un peso sin igual,
revelador. Es que hay en el modo como piensan y se expresan un grado tal de
sensibilidad y elocuencia que no puedo menos que agradecer. Me conmueve
escucharlos. Nunca me dejan indiferente. Digan lo que digan, me deleiten o me
preocupen, siempre atraen mi atención. Siempre, con lo que dicen, ocupan el
centro de mi interés. La mera cortesía no existe entre nosotros. Lo que circula
es cordialidad: atañe al corazón.
Compañero es quien comparte su
pan con nosotros (com-panio). Aquel que se muestra solidario con nosotros.
Nadie se parece más a un amigo que un buen compañero. Aun así, algo esencial
los distingue. El compañerismo se hace evidente, siempre, en algún
emprendimiento. El compañerismo es indisociable de un propósito que lo
requiere. Con el compañero hay siempre una tarea de por medio. El compañerismo
es impracticable sin un fin común. Es en el empeño por llegar a algo con otro
donde mejor se deja ver el compañerismo.
La amistad puede, en ocasiones,
configurarse como un acto de compañerismo. Pero ese no es su rasgo distintivo.
La amistad no "sirve" para nada. O, mejor, no está al servicio de
nada. Nada se propone a no ser su propia afirmación en un encuentro. En un
encuentro que no es preámbulo de otra cosa ni epílogo de nada, sino solo
continuidad. Los amigos que se reúnen lo hacen para volver a verse. Son
confidentes, quieren escucharse. No hay ulterioridad en la amistad cabal. Y no
porque no pueda haberla sino porque lo que en el compañerismo es central, en la
amistad es secundario.
Es usual que los compañeros
abunden en la infancia, en las pandillas adolescentes, en las filas de un
partido político, en el trabajo o en la adhesión a un equipo deportivo. En
todos estos casos hay algo que hacer juntos, algo que compartir.
Si el compañerismo se vertebra en
torno a una meta o a un ideal es porque su razón de ser está adelante, en el
porvenir. En la amistad, en cambio, la dimensión temporal que prepondera es el
presente. La amistad no aspira a otra cosa que a la actualidad, que a
actualizarse una y otra vez. Lo suyo es el festín del eterno retorno.
A diferencia de la sociabilidad y
el gesto amable, la amistad no se induce. No puede enseñarse. No responde a las
leyes del buen trato. Lo digo otra vez: la sociabilidad puede extenderse. Debe
hacerlo. Se funda en principios de convivencia que no pueden desoírse sin un
costo enorme para todos. En imperativos de coexistencia ajenos a la intimidad
del trato. No es preciso conocerse profundamente para cumplir con ellos. Lo
formal solo pide formalidad. Un roce y nada más entre quienes se encuentran
involucrados en un mismo compromiso. Ese roce basta para sostener el patrimonio
común en una convicción compartida. La amistad, en cambio, no sobrevive en la
atmósfera de lo circunspecto y lo circunstancial. Se apaga. La formalidad la
destruye. Ella no existe sin calidez. La calidez no es mera amabilidad. La
amabilidad solo es compensatoria: suele reinar donde no hay intimidad. Ella
atenúa la aspereza de la desconfianza mutua sin disolverla.
Son pocos, decía, mis amigos. Y
creo que solo pocos pueden ser para cualquiera que los tenga y sepa lo que se
juega en la amistad.
La amistad es vínculo de fondo.
Como los peces abisales, tiene luz propia para orientarse donde no llega otra
luz.
Ya en su hora inicial resalta la
emoción del encuentro entre quienes están llamados a ser amigos. Ese encuentro
nace ganado por júbilo. Cuando no ocurre así, prepondera lo externo. La voz de
lo secundario se queda con todo. No hay, en tal caso, deslumbramiento
recíproco. Hay necesidad, curiosidad, intereses. Se dice, se habla. Lo que
importa no es necesariamente lo íntimo. Abundan las coincidencias. El
conocimiento y la inteligencia hacen su aporte. Pero no la alegría sustancial
que solo despierta el ingreso de una presencia nueva en nuestras vidas.
Por eso y por tanto más, es
inválida la expresión "mi mejor amigo". Un amigo no puede ser otra
cosa que único. Queda dicho: puede haber otros. Pero siempre será esa
singularidad la que resplandezca en el rostro de cada uno de ellos.
Sin graduaciones
Un solo estatuto impera en la
amistad. Se cuenta con un amigo o no se cuenta con él. Ni más amigo ni menos
amigo. La amistad celebra una plenitud sin desniveles. Y ello es así porque, si
es intimidad lo que se ha puesto en juego, no puede haber graduaciones. Es
absurdo proponerse en el trato entre amigos, una intimidad parcial.
Los amigos se equivalen en su
singularidad. En lo que tienen de inconfundibles. Donde no importa lo esencial
cuentan los calificativos: mejor, mayor, menor; más, menos, muchos. La amistad
es una forma del amor. Solo quien lo ignora se atreve a sumar, a restar, a
multiplicar o dividir.
Ningún amigo lo es si en el
vínculo privilegia ante todo su narcisismo. Si antepone el yo al vos o al
nosotros. Un amigo habla como escucha: hospitalariamente. Abierto ante todo al
otro. Deseoso de ceder la palabra a quien se brinda en el encuentro. Tan
apremiado por escuchar como por hacerse oír. La charlatanería es invulnerable a
ese primado del vos o del nosotros sobre el yo. En ella las voces se
superponen, chocan unas con otras, se disputan burdamente el escenario; un
protagonismo tan estentóreo como hueco.
Por lo demás y por último, en la
amistad como en el amor nadie puede saber cabalmente qué significa para el
otro. Puede intuirlo, puede conjeturarlo. Puede inferirlo de lo que él mismo
siente por el otro. Pero no puede saberlo. Y es mejor que así sea. Entregarse
sin retaceos al rito de la amistad es aceptar esa asimetría irreductible entre
saber a quién se quiere y no terminar de saber por qué se nos quiere. Quien
presuma saber plenamente por qué se lo quiere, habrá entablado ante todo un
vínculo estrecho consigo mismo. Nunca con otro. En tal caso, al otro se le
demandará que proceda como espejo. No será un amigo, será un reflejo. Eco de un
espejismo, redundancia. La amistad, en cambio, celebra siempre el triunfo de la
diferencia entre dos que se parecen.”
Santiago Kovadloff (*)
(*) Santiago Kovadloff reside en Buenos Aires, donde nació el 14 de diciembre de 1942. Es ensayista, poeta, traductor de literatura de lengua portuguesa y autor de relatos para niños. Se graduó en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Es Doctor Honoris Causa por la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES), profesor honorario de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del Comité Académico y Científico de la Universidad Ben-Gurion del Neguev, de Israel. Participó como profesor invitado en la Cátedra Latinoamericana “Julio Cortázar” de la Ciudad de Guadalajara, México, en el año 2013.
Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras, miembro correspondiente de la Real Academia Española y miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Desde el año 2016 integra el capítulo argentino del Club de Roma.
Se desempeña profesionalmente como profesor privado de Filosofía y conferencista. Es colaborador permanente del diario 'La Nación' de Buenos Aires. Integra el Consejo de Asesores de la Revista “Criterio”. Fue miembro del Tribunal de Ética de la comunidad judía de Buenos Aires.
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