EL ARTE
DE AMAR:
el carácter activo del Amor
“Además del elemento de dar, el carácter activo del amor se
vuelve evidente en el hecho de que implica ciertos elementos básicos, comunes a
todas las formas del amor. Esos elementos son: cuidado, responsabilidad,
respeto y conocimiento.”
“Que el amor implica
cuidado es especialmente evidente en el amor de una madre por su hijo. Ninguna
declaración de amor por su parte nos parecería sincera si viéramos que descuida
al niño, si deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle bienestar
físico; y creemos en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo ocurre
incluso con el amor a los animales y las flores. Si una mujer nos dijera que
ama las flores y viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su «amor»
a las flores. El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de
lo que amamos. Cuando falta tal preocupación activa, no hay amor. La esencia
del amor es «trabajar» por algo y «hacerlo crecer», el amor y el trabajo son
inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja por lo que se
ama.
El cuidado y la
preocupación implican otro aspecto del amor: el de la responsabilidad. Hoy en
día suele usarse ese término para denotar un deber, algo impuesto desde el
exterior. Pero la responsabilidad, en su verdadero sentido, es un acto
enteramente voluntario, constituye mi respuesta a las necesidades, expresadas o
no, de otro ser humano. Ser «responsable» significa estar listo y dispuesto a
«responder». La persona que ama, responde. La vida de su hermano no es sólo
asunto de su hermano, sino propio.
Siéntese tan
responsable por sus semejantes como por sí mismo. Tal responsabilidad, en el
caso de la madre y su hijo, atañe principalmente al cuidado de las necesidades
físicas. En el amor entre adultos, a las necesidades psíquicas de la otra
persona.
La responsabilidad
podría degenerar fácilmente en dominación y posesividad, si no fuera por un
tercer componente del amor, el respeto. Respeto no significa temor y sumisa
reverencia; denota, de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar),
la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su
individualidad única. Respetar significa preocuparse porque la otra persona
crezca y se desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto implica la ausencia
de explotación. Quiero que la persona amada crezca y se desarrolle por sí
misma, en la forma que les es propia y no para servirme. Si amo a la otra
persona, me siento uno con ella, pero con ella tal cual es, no como yo necesito
que sea, como un objeto para mi uso. Es obvio que el respeto sólo es posible si
yo he alcanzado independencia; si puedo caminar sin muletas, sin tener que
dominar ni explotar a nadie. El respeto sólo existe sobre la base de la
libertad: El amor es hijo de la libertad, nunca de la dominación.
Respetar a una persona
sin conocerla, no es posible; el cuidado y la responsabilidad serían ciegos si
no los guiara el conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la
preocupación. Hay muchos niveles de conocimiento; el que constituye un aspecto
del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el meollo. Sólo
es posible cuando puedo trascender la preocupación por mí mismo y ver a la otra
persona en sus propios términos. (…)
Pero el conocimiento
tiene otra relación, más fundamental, con el problema del amor. La necesidad
básica de fundirse con otra persona para trascender de ese modo la prisión de
la propia separatividad se vincula, de modo íntimo, con otro deseo
específicamente humano, el de conocer el «secreto del hombre». Si bien la vida
en sus aspectos meramente biológicos es un milagro y un secreto, el hombre, en
sus aspectos humanos, es un impenetrable secreto para sí mismo -y para sus
semejantes-. Nos conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos que podamos
realizar, no nos conocemos. Conocemos a nuestros semejantes y, sin embargo, no
los conocemos, porque no somos una cosa y tampoco lo son nuestros semejantes.
Cuanto más avanzamos hacia las profundidades de nuestro ser, o el ser de los
otros, más nos elude la meta del conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de
sentir el deseo de penetrar en el secreto del alma humana, en el núcleo más
profundo que es «él».
Otro camino para
conocer «el secreto» es el amor. El amor es la penetración activa en la otra
persona, en la que la unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de
fusión, te conozco, me conozco a mí mismo, conozco a todos -y no «conozco»
nada-. Conozco de la única manera en que el conocimiento de lo que está vivo le
es posible al hombre -por la experiencia de la unión- no mediante algún
conocimiento proporcionado por nuestro pensamiento. El amor es la única forma
de conocimiento, que, en el acto de unión, satisface mi búsqueda. En el acto de
amar, de entregarse, en el acto de penetrar en la otra persona, me encuentro a
mí mismo, me descubro, nos descubro a ambos, descubro al hombre. El anhelo de conocernos
a nosotros mismos y de conocer a nuestros semejantes fue expresado en el lema
délfico: «Conócete a ti mismo» Tal es la fuente primordial de toda psicología.
Pero puesto que deseamos conocer todo del hombre, su más profundo secreto, el
conocimiento corriente, el que procede sólo del pensamiento, nunca se puede
satisfacer dicho deseo. Aunque llegáramos a conocernos muchísimo más, nunca
alcanzaríamos el fondo. Seguiríamos siendo un enigma para nosotros mismos, y
nuestros semejantes seguirían siéndolo para nosotros. La única forma de
alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar: ese acto trasciende
el pensamiento, trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria en la
experiencia de la unión. Sin embargo, el conocimiento del pensamiento, es
decir, el conocimiento psicológico, es una condición necesaria para el pleno
conocimiento en el acto de amar. Tengo que conocer a la otra persona y a mí
mismo objetivamente, para poder ver su realidad, o más bien, para dejar de lado
las ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella. Sólo conociendo
objetivamente a un ser humano, puedo conocerlo en su esencia última, en el acto
de amar. Esta afirmación tiene una consecuencia importante para el papel de la
psicología en la cultura occidental contemporánea. Si bien la gran popularidad
de la psicología indica ciertamente interés en el conocimiento del hombre,
también descubre la fundamental falta de amor en las relaciones humanas
actuales. El conocimiento psicológico se convierte así en un sustituto del
conocimiento pleno del acto de amar, en lugar de ser un paso hacia él.
La experiencia de la
unión, con el hombre, o, desde un punto de vista religioso, con Dios, no es en
modo alguno irracional. Por el contrario, y como lo señaló Albert Schweitzer,
es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y radical. Se
basa en nuestro conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no
accidentales, de nuestro conocimiento. Es el conocimiento de que nunca
«captaremos» el secreto del hombre y del universo, pero que podemos conocerlos,
sin embargo, en el acto de amar. La psicología como ciencia tiene limitaciones,
y así como la consecuencia lógica de la teología es el misticismo, así la
consecuencia última de la psicología es el amor.
Cuidado,
responsabilidad, respeto y conocimiento son mutuamente interdependientes.
Constituyen un síndrome de actitudes que se encuentran en la persona madura;
esto es, en la persona que desarrolla productivamente sus propios poderes, que
sólo desea poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha renunciado a los
sueños narcisistas de omnisapiencia y omnipotencia, que ha adquirido humildad
basada en esa fuerza interior que sólo la genuina actividad productiva puede
proporcionar.”
Erich Fromm (*)
(*)
Nació el 23 de marzo de 1900 en Frankfurt del Main (Alemania). Hijo único de Rosa Krauze y el comerciante de
vinos ortodoxo-judío Naphtali Fromm. Estudió Derecho y después Sociología y
Psicoanálisis en las universidades de Heidelberg y de Munich y en el Instituto
Psicoanalítico de Berlín. Entabla
contacto con la Escuela de Frankfurt donde trabaja en estrecho contacto con
Herbert Marcuse, Walter Benjamin y Theodor Adorno. En 1933 viajó a los Estados
Unidos, país donde se instaló y nacionalizó por el ascenso de Hitler al poder.
Fue
uno de los principales renovadores de la teoría y práctica psicoanalítica a
mediados del pasado siglo. Rompió con las teorías biologicistas de la
personalidad para considerar a los seres humanos más bien como frutos de su
cultura. Su perspectiva terapéutica se orientó también en este sentido,
proponiendo que se intentasen armonizar los impulsos del individuo y los de la
sociedad donde vive. Entre sus publicaciones destacan: El miedo a la libertad
(1941), El hombre para sí mismo (1947), El lenguaje olvidado (1951), La
sociedad sana (1955), El arte de amar (1956), La misión de Sigmund Freud
(1956), Más allá de las cadenas de la ilusión (1962), ¿Tener o ser? (1976) o La
anatomía de la destructividad humana (1973). En 1962 sería nombrado profesor de
la Universidad de Nueva York. Recorrería muchos países dictando cursos. Erich
Fromm falleció el 18 de marzo de 1980 en Murallo (Suiza).
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