"La
educación inclusiva pertenece al universo de la ética, la justicia social, la
democracia profunda y la equidad, que es lo contrario a la lógica de los
méritos, la rentabilidad y la eficiencia."
“La educación inclusiva y los cambios escolares tienen
algunos puntos de acuerdos, pero también desacuerdos. Ahora todas las reformas se
declaran inclusivas aunque, en realidad, la mayoría de ellas no se han implementado
para, o no son capaces de, evitar la exclusión o frenarla. Se apela con frecuencia a la democracia, la
justicia y la equidad, pero sin combatir como es debido las dinámicas y
estructuras cuyos resultados vulneran valores y principios básicos.
El programa «Educación para Todos» de la UNESCO ha ejercido una
influencia destacable, particularmente al proponer una concepción amplia de la
educación inclusiva (garantizar a todos el derecho a la educación, con atención
especial a los más marginados).
Más de setenta millones de niños y niñas continúan sin escuelas,
y en muchos países desarrollados donde sí cuentan con esa oportunidad, son
también millones los que salen del sistema sin la formación debida, justa y
necesaria.
La noción de educación inclusiva es genérica y adolece de
falta de estrategias contextuales de implementación y, para los países menos
desarrollados, queda reducida a una
educación primaria insuficiente.
El reconocimiento y la valoración de la educación como un derecho
esencial que ha de garantizarse a todas las personas, sin ningún género de
discriminación o exclusión, es un valor y un principio fundamental, abiertamente
ideológico, no fáctico. La educación inclusiva pertenece al universo de la
ética, la justicia social, la democracia profunda y la equidad, que es lo
contrario a la lógica de los méritos, la rentabilidad y la eficiencia.
Es una cuestión de valores sustantivos, no abstractos; al
mencionar equidad, participación, compasión, respeto activo de la diversidad,
no bastan la tolerancia, la honestidad, la realización de derechos y la
sostenibilidad. La educación inclusiva, por lo tanto, no pertenece al dominio
de los hechos corrientes en materia de desigualdad de derechos, oportunidades y
logros, sino al de utopías realistas que, por complejas, difíciles y lejanas
que estén, deben inspirar políticas, culturas y prácticas, con un enfoque no
inspirado en opciones caritativas y particulares sino en imperativos morales y
de justicia social. Dicho tajantemente, la educación inclusiva es la única
educación moralmente defendible.
La inclusión acoge a todas las personas, pues todas son
sujetos del derecho universal bajo el cual se ampara. Ahora bien, su foco
especial de atención son aquellos sujetos y colectivos que históricamente, y
todavía hoy, sufren privación del derecho a la educación, exclusión de tal
derecho con valor en sí mismo y también como derecho que capacita para otros
derechos.
De ese modo, la inclusión educativa ha de pensarse en conexión
con la inclusión social. Asimismo, y
esto nos parece extremadamente importante, los aprendizajes en cuestión han de
entenderse desde una perspectiva integral (cognitivos, emocionales y sociales).
Ello exige superar cualquier obsesión por la eficacia
competitiva en los resultados (aunque importan), valorando con esmero los
procesos, la calidad de vida escolar. De manera que aprendizajes como el
desarrollo de una imagen positiva de sí, el apoyo al sentido de capacidad, a las
vivencias de pertenencia e identificación, la autonomía y el poder, son
esenciales.
Entendida como un horizonte, la educación inclusiva
–democrática, justa y equitativa– sigue justificando, sean cuales sean los tiempos actuales y por
venir, la urgencia de concentrar fuerzas políticas y recursos, inteligencia
organizativa y pedagógica, aportaciones
de muchos agentes, todos los que puedan albergar todavía una conciencia acorde
con el valor esencial de la educación, una educación buena de y para todas las
personas. Los fracasos existentes no son una fatalidad; son algo que se está
produciendo social, cultural, política y
escolarmente. Por lo tanto, son remediables. Es preciso tomar nota de la
realidad, pero dar la batalla a las indiferencias y trifulcas políticas que lo
que hacen es empeorar la situación.
Aunque salgan fuera de lo políticamente correcto, algunas
propuestas son inexcusables: los poderes públicos han de proteger y velar por
una escuela pública al servicio del bien común de la educación, corregir honestamente
la deriva hacia la privatización, liderar un trayecto claro y decidido hacia la
inclusión, hacer visible los fracasos, exigir y apoyar a los centros y docentes,
centrar sus esfuerzos mucho más en la creación de capacidades que en la suma de
recursos y decretos. Los centros escolares y la profesión docente han de
resistir la tentación de echar tantos balones fuera; recrear, por el contrario,
sus márgenes de actuación, de responsabilidad y de rendición pública y
democrática de cuentas, reivindicar respaldos sociales y ofrecer confianza y
garantías a la ciudadanía.
Los tiempos corrientes no son favorables a la inclusión
social y educativa, pero quizás tampoco el núcleo de la cultura, la política y
las prácticas vigentes y consentidas en la mayoría de nuestras escuelas. Lo
primero está fuera de control; lo segundo es una tarea propia e intransferible desde
ahora mismo.”
Juan M. Escudero & Begoña Martínez (*)
(*) Juan M. Escudero: catedrático
del Departamento de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de
Murcia (España).
Begoña Martínez: profesora
titular del Departamento de Didáctica y Organización de la Universidad del País
Vasco en San Sebastián (España).
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